Hay algo mágico en ese momento en el que las luces dejan atrás la oscuridad que previamente inundaba las galerías. A esa magia se añade ver filas de barricas llenas de vino que estás a punto de probar. La humedad, el ambiente fresco de esas galerías son ciertamente sobrecogedores, más cuando piensas que te encuentras 20 o 30 metros por debajo del nivel del suelo. Tiene un aire cinematográfico, a esas películas de época cuando se empiezan a ver cajas llenas de secretos acumulados durante años.
Una barra de bar, unas mesas, unos cuadros familiares y una puerta de madera. Y también una enorme prensa de tornillo antigua, de esas que ocupan toda una estancia y que necesitaba tres o cuatro bueyes para hacerla funcionar. Eso es todo lo que hay. Es lo que hay ahora, porque antes solo había escombros. Un local a nivel de la calle en el que para ver el aspecto que tenía, primero había que dedicar tiempo a sacar todo ese escombro que llevaba años allí. Según iban limpiando, descubrieron una puerta ciega. Lo lógico era pensar que el muro cerraba una habitación, pero lo que escondía detrás era una escalera horadada en la piedra del suelo. La escalera bajaba y había que ir quitando todo lo que había en medio. Así hasta que descubrió, ya hace unos años, una pequeña galería subterránea que, por las más que adecuadas condiciones de humedad y temperatura mencionadas, era perfecta para que el vino hiciera su tránsito desde la infancia hasta la madurez.
En su día la estancia estaba decorada con muros y escombros que tapaban el acceso a otras galerías de las que hacía tiempo se había dejado de saber su existencia y que se extendían por debajo de todo el subsuelo de Gumiel de Mercado, en la provincia de Burgos. Y es ahora, en esas galerías, donde Goyo García Viadero hace la crianza de sus vinos. Allí te sientes fuera del tiempo, fuera del espacio. Arriba puede hacer sol, llover, puede ser de día o de noche. Aquí abajo no importa, te encuentras solo junto con todo ese vino que cuando se apagan las luces continua su lento envejecimiento en el sosiego de las entrañas de la tierra. Es difícil no sentirse sobrecogido en ese sitio. Túneles que parecen albergar una antigua línea de metro que se utilizaba durante la guerra para refugiarse y que, sin embargo, se dedica hoy en día a un placer tan hedonista como hacernos disfrutar de un buen vino.
Porque Goyo hace vinos excepcionales con los que te deleitas sin fin. De esos que llamo vino de meditación: coges una copa, una botella y un sacacorchos, te sientas en un sofá cómodo o una terraza, y con la copa en la mano te dedicas a reflexionar sobre cómo solucionar cualquier problema que te venga a la cabeza. Lo malo es que el vino, la botella entera quiero decir, se acabará antes de haber encontrado una solución al problema, pero lo que has disfrutado no te lo quita nadie.
No voy a detallar todos los vinos que hace Goyo y que me gustan, porque me llevaría mucho tiempo y tú que me lees dejarías de prestarme tu amable atención. Elabora muchos, y todos son una maravilla. No sólo los que ahora están listos para disfrutarse, como la añada 2018, sino que también hay unos vinos de largo recorrido que Goyo tiene pensado sacar al mercado en 2029. No me he equivocado al escribir. Tiene vinos en algunas barricas, en la parte más remota de las galerías, que van a vivir allí diez años, para luego ser embotellados y sacados al mercado. La espera va a ser difícil, hay que decirlo. Pistas? Lo siento, habrá que esperar.
Hay tres vinos suyos, sin embargo, que me hacen perder el sentido. Un tinto en particular de todos los que elabora Goyo y que son su especialidad, los vinos de color tinto. García Georgieva Finca Guijarrales 2018 es un Graciano 100% que me maravilla. No soy mucho de vinos tintos últimamente, pero este vino de Goyo es algo de verdad excepcional.
Goyo empezó en 2017 a experimentar con la maceración con las pieles de un vino blanco. La uva elegida fue la Albillo. No utilizó un periodo largo, ya que era la primera vez que Goyo hacía algo así y quería ver el resultado. El experimento se convirtió en García Georgieva Albillo, del que ha hecho ya tres añadas y la cuarta está en proceso. El resultado fue lo suficientemente bueno como para añadir un segundo vino en la añada 2019 con la variedad Malvasía. Fruto de ello fue García Georgieva Malvasía. Giacomo siempre me dice que tengo que explicar los vinos, y aunque no me gusta hacer catas sensoriales, puedo decir que su Malvasía me recuerda a los vinos de mi querido Friuli, donde esa uva es una de mis reinas. Un vino muy, muy bien hecho, fresco y franco, honesto con la variedad. Por su parte, la Albillo tiene fama de ser una uva con baja acidez. Quizás por este motivo Goyo le ha añadido un 20% de Malvasía. Así consigue un vino francamente redondo.
Ambos son vinos con una nariz y una boca muy expresivas y elegantes, vinos que te agarran desde la primera vez que los disfrutas. Estábamos probando los dos a la vez, cada uno en una copa, e iba de uno a otro sin descanso, oliendo, probando, concentrándome en las sensaciones evocadas, en los vinos probados y en los vinos por probar, meditando (de nuevo) sobre la capacidad de Goyo de hacer vinos así, con alma, con cuerpo, con boca, con personalidad y carácter.
Claro que habrá gente que dirá que como Goyo trabaja en natural y no añade sulfitos a los vinos, no son su cosa. Pero esto me colma de satisfacción. De ambos vinos apenas se hacen botellas, no llegan a 2.000 al año, así que habrá más para mí.
No son mis hijos, así que no tengo por qué elegir uno entre ellos. Mientras tenga dos copas a mano, siempre podré disfrutarlos a la vez. Y es lo que pienso seguir haciendo.
De todo lo demás hablaremos mas adelante con Goyo García Viadero. Mientras tanto, seguiré disfrutando sus vinos.